martes, 26 de junio de 2018


Mercados públicos; memoria de cultura popular que debe permanecer




Crecí en un mercado.
Recuerdo colores, los de las frutas, los de las verduras, los de los mandiles, los de las piñatas y los trompos, los de las pelotas y los vestidos de chifón colgados ondeándose al ritmo del viento. Recuerdo los olores, los de la colorida sandía abierta, los del jugo de naranja a cinco pesos el vaso (en aquel entonces), el olor de la jícama con chile que despertaba las glándulas gustativas ante el recuerdo de lo ácido; el de la piña partida a la mitad, el olor a caldo de pescado que llegaba desde el puesto de la esquina, y no podía faltar por la mañana el seductor aroma del capuccino caliente con canela.

Recuerdo los sonidos. Los silbatos de los afiladores, los gritos para atraer a los marchantes, las voces de los “viene viene” “echando aguas” y el de su franela chocar con el pavimento para quitar los restos del agua y secar bien los autos que se estacionaban esperando para transportar el mandado. Recuerdo el sonido de las cortinas de metal subiendo para descubrir un espacio lleno de mercancía desacomodada. Recuerdo las ollas chocar con los lavaderos de las cocinas al momento de ser enjuagadas.

Recuerdo las novedades que traíamos los niños que convivíamos ahí: el collar con forma de gallo que hacía ruidos y prendía; la boli goma que era aguada pero al hacerla bolita, botaba; los yoyos y después los trompos con luz; los tazos y los porta tazos y las pirinolas iluminadas, las pelotas con olor a chicle, los zapatos de goma y los pantalones de tela de agua.
Recuerdo la música: los grupos de huapangueros, marimbas, trovadores, mariachis, sonidos versátiles. El Albur del “ñero”, la palabra altisonante de don amarguras, la palabra amable de la madre, la onomatopeya dulce del bebé, la risa desorbitada de los adolescentes ante el resbalón de su compañero y la calma del anciano que acomoda su fruta como si fuera a quedar la eternidad plasmada en su acomodo. Recuerdo a los niños corriendo por los pasillos, riendo, gritando y otro pasaba llorando porque su mamá no le ha dado para un tamal de dulce.

Por las mañanas sonaba la variedad musical a todo lo que daba la grabadora. Otros sonidos cotidianos eran los del choque de las cajas de cartón, las de los huacales, los costales con verduras y frutas contra el piso que afuera descargaban de las camionetas. Los rechinidos de las “llantitas” de los diablitos y los chiflidos abriéndose paso entre los pasillos.

La cumbia del puesto de la esquina estaba a todo lo que da su bocina sonando aquello de “Carmen me perdió la cadenita, que tú me regalaste, Carmen, que tú me regalaste... mientras que enfrente suena un clásico de los setentas exclamando: “No estoy triste, no es mi llanto, es el humo del cigarrillo el que me hace llorar”. Así, iba uno recogiendo diferentes sentires y varios de los que acomodan su mercancía meneaban el cuerpo apropiándose del ritmo que más cercano les llegaba.

Lo que ofrecen los mercados

Mercados como el de San Ángel, Coyoacán, San Cosme, San Juan, La Merced, Xochimilco, Cuauhtémoc, Jamaica, Azcapotzalco, Abelardo L. Rodríguez, Mixcoac, San Pedro de los Pinos o el mercado de La Lagunilla son de los más visitados no sólo por la gente que habita en su cercanía, sino porque son referentes por su variedad de productos de origen mexicano y la diversidad de objetos que ofrecen además de la comida y las curiosidades que invitan a “chacharear.

La ciudad alberga en sus calles 312 mercados públicos más o menos. Hoy en día atienden una demanda de productos alimenticios básicos del 22% de la población total de la Ciudad de México, lo que significa que ha disminuido su papel principal de abastecedor, pues durante su edificación, por ahí de los años 50 y 60, cubrían las necesidades del 90% de los habitantes de esa época.

Muchas cosas han cambiado. Hoy en día ya no se construyen este tipo de edificios de distribución. Los hay más modernos, más de estos tiempos con productos orgánicos y diseño mexicano. Es muy bueno que cada tiempo desarrolle sus manifestaciones y seguramente años después, serán éstos los que nos lleven a comprender el tiempo, la historia, las costumbres y manifestaciones de la época actual. Sin embargo, aún se debe hacer algo más para aprovechar la oportunidad que nos dan los mercados como centros no sólo de abastecimiento, sino como espacios de manifestación y exhibición de la cultura popular.

Pocos son los lugares que nos recuerdan nuestra cotidianidad, la vida sencilla de lo rural, el goce con lo popular, la variedad de las costumbres. Los mercados cumplen con esta misión: son museos populares de cotidianidad que cambia según la época del año, las fiestas calendáricas, incluso marcan tendencia respecto a la moda de la calle como la moda de “piojos”, que eran broches de plástico de colores con formas de bichos que las niñas llevaban por todo el cabello; hubo moda de chupones que se usaban en collares, los había de cristal, plástico; hubo “chinitos” de madera con diferentes colores que cumplían deseos y debían amarrarse en la muñeca, si se caía, tu deseo estaba por cumplirse. Las pulseras Gummies, las donas para el cabello, los lentes de sol, gorras de equipos de futbol, las palestinas. En fin, hubo muchos artículos que sólo salieron de los mercados.

El oficio de vendedor

Vender en un mercado es un oficio que se desempeña los siete días de la semana, más de ocho horas al día y no hay descansos de fin de semana. Cuando los demás descansan y salen a pasear, es cuando un mercado tiene sus mejores ventas. Los domingos es cuando más gente anda por los locales. Cuando más extranjeros atienden a su curiosidad y exploran lo típico que se puede encontrar en estos lugares. La experiencia de venta en un mercado es de persona a persona, de frente y con la particularidad de conseguir un descuento si se le regatea al vendedor.

El marchante es amable; brinda atención personalizada. Aunque cada vez menos se escucha el “pásele güerita, pásele, pásele marchanta ¿qué le damos?” “Se lo puede probar”, o el “¿Qué le damos clienta?” Sí hay, sí hay...y bien”, “pregunte sin compromiso güerita. Un poco más moderno es el “le muestro lo que guste”. Además, es necesario mencionar los letreros que se leen sobre los puestos de frutas y que despiertan una tenue sonrisa, como por ejemplo: “Yo le vendo a mamá Lucha” o !Ay guey!  !Qué barato!”, “Calidad perrona”.

Pasar por una zona de comida invita al “tenemos lugares” o el despliegue del menú como en la lotería a una velocidad impresionante: “tenemos chilaquiles, pancita, cecina, carnitas ¿qué le servimos patrón?”. Cada vendedor con su estilo y a su forma, como lo aprendió de sus padres que le heredaron el oficio, o como le nace de manera natural al tener contacto con el cliente. Hay marchantes gritones, como aquel grito profundo, hondo y a todo pulmón del lleeeeeve mameyes andeleeeeee” que estremecía la calma de la mañana pero despertaba el letargo de la tarde.

Muchos locatarios han entregado su vida a este oficio. Muchos pensarán que es su trabajo, pero hay algo más: es una entrega, es un compartir con el otro en un momento en que el contacto humano es fundamental, pues hay intercambio entre dos seres que se ponen de acuerdo para un fin comercial.

Este intercambio comercial no es lo frío de una plaza, no es lo moderno de los nuevos mercados hípsters, no es la marca, ni los escaparates. Lo que da un valor a esta experiencia de compra es la cercanía con lo humano y su capacidad convivencia con el extraño. La negociación y la paciencia del vendedor ante la enchinchada, la regateada y a veces, la indecisión.

De letra me como un taco

El mejor lugar para conocer sobre comida típica es el mercado. En sus cocinas se exponen las enormes ollas de barro llenas hasta el borde de guisados, las salsas sueltan sus aromas a guajillo y a jitomate; los molcajetes gigantes están repletos hasta el “tope” de salsa verde con tomate, roja con jitomate y borracha con su chorrito de pulque; a su lado se encuentran los moles: el de pepita y el rojo con chocolate. El arroz ya está listo también en sus dos modalidades: rojo y blanco, porque el amarillo de paella, sólo se prepara los domingos. Los frijoles básicos en toda comida corrida son movidos con una “cucharota” de madera y los meseros no paran de limpiar las mesas cubiertas por coloridos manteles.

En las esquinas del mercado, se pueden encontrar otros antojitos. Al calor del comal se puede observar cómo la masa dora la gordita de chicharrón, la de requesón, la de frijol; el tlacoyo o la quesadilla tampoco pueden faltar con su queso fresco y los nopalitos encima adornando aún más lo azul de la masa. El esquite, el pan, el tamal, toda la gama de productos que salen del elote pueden conseguirse también.

¡Ah los puestos de tacos! Hay puestos de tacos de cecina, normal y enchilada con cebolla, chile habanero y pepinos. Los tacos de carnitas con su exquisita variedad: maciza, cuerito, cachete, surtida, todos con la posibilidad de acompañarse con un trozo de chicharrón, pápalo, nopales y frijoles. No faltan los clásicos puestos de tacos de bistec, ni los de huarache; los tacos de chorizo con queso, de buche, de tripa, de nana o los taquitos de guisado con su doble tortilla para llenar bien la panza.

También se encuentran los puestos de frutas preparadas que escurren miel y chantillí; ahí también se pueden comprar ensaladas que se desparraman de los platos por la abundante variedad de verduras que incluyen o se puede deleitar el paladar con yogurt preparado. Al lado está el local de conservas, la señora vende por “medida” (generalmente es un botecito) las habas, los quelites, los acociles, los aguacates de cáscara blanda, los nopales en escabeche flotando en una baba transparente y el requesón blanco y de apariencia esponjosa.

Después de la comida no paramos. Hay que buscar un postrecito y varios locales venden desde el dulce más simple hasta el más complicado. Hay colgados en un tendedero improvisado sobres de miguelito en polvo. Exhibidores de plástico muestran la tutsi o la paleta de cereza con su raya de menta blanca. Por otro lado, si se busca algo más complejo, está la opción del delicioso sabor a vainilla del flan napolitano hecho aún en los envases de aluminio. La tapioca y el arroz con leche destacan con su espeso blanco; la gelatina con rompope despabila el antojo y el buñuelo que se estira en el aceite nos hace babear ante el recuerdo crujiente de su sabor.

Hay variedad de pasteles: el de tres leches sobre el plato blanco y redondo escurre su miel lechosa insinuando su húmedo y delicioso sabor. El de mil hojas que en una mordida cruje en un conjunto en donde el mil se transforma en una experiencia aún más grande que el número de sus hojas.

Hay para todos los gustos. Si lo que se busca es llevarle al pariente un dulce recuerdo, también se pueden conseguir algunos dulces típicos como cocadas amarillas, blancas, rosas, verdes; cuadradas, redondas, rectangulares. Brillantes muéganos asoman su múltiple dentadura. Hay alegrías en todas sus gamas de sabores. Hay camotes, palanquetas, merengues “rositas” o frutas cristalizadas que reflejan la mirada corrompida del marchante que cede ante el deseo de ese dulce.


Mercado según sus temporadas


Los mercados se visten de acuerdo a la temporada. En enero hay roscas de reyes, juguetes típicos; aunque ahora por las tendencias y la mercadotecnia predominan los juguetes importados. Sin embargo, es el único espacio en el que se pueden conseguir los juegos de té de plástico con sus elegantes tazas a la manera antigua; los balones de hexágonos blancos y negros, los caballos con cabeza de trapo estampado; los yoyos y trompos de madera con el pintado tradicional de colores que giran hasta hacerse uno; la muñeca de trapo, los carritos de madera; las tablitas atadas con listones que van chocando entre sí cuando se despliegan, la lotería, la matraca; el balero, los juegos de “matatena” y para acompañar cualquiera de estos juguetes, el mercado es el único lugar en donde se pueden conseguir las bolsas de celofán con dulces típicos como colación, chicharos y galletas de animalitos.

En febrero se mantiene la costumbre de vestir al niño Dios y el mercado es la boutique más surtida. Los locales ofrecen todos los tipos de atuendos. Se viste al niño de San Charbel, San Juditas, Sagrado corazón; se visten para su primera comunión y también se visten del América, del Cruz Azul o de la Selección Nacional según sea la temporada futbolera que esté cercana.

También por ser el mes del amor se asoman en algunos puestos las paletas de corazones de chocolate, de caramelo y de malvavisco con chococrispis; las gomitas con sus cubiertas azucaradas despiertan el antojo acomodadas en esos canastos adornados con moños; los globos en los que se leen mensajes de amor y amistad y los osos de peluche ya no tan recurridos, se exhiben en gran cantidad y variedad para complacer a aquellos amantes a la antigua.
La primavera florece en el mercado y las flores de papel destacan en las estructuras metálicas de los locales; se venden tiras de claveles hechos con papel de china o papel crepé; hay coronas de hojas artificiales para las hadas; disfraces de animales como abeja, mariposa, conejo, pollo, oso, león. Se pintan caritas para completar los disfraces y se adornan triciclos y bicicletas para el desfile de primavera.

En abril hay disfraces de superhéroes, chipotes chillones, dulces y juguetes para complacer al niño. En mayo suéteres, blusas, conjuntos para las mamás que buscan comodidad, sencillez, complacencia, calidad y buen precio.

En septiembre los mercados son verdes, blancos y rojos. La bandera nacional se expone en los locales, se vende, se repara, se lava. Los moños enormes de colores se venden por montones y los bigotes son productos de primera necesidad en esas fechas. También hay otros objetos para adornar la fiesta de celebración de la Independencia de México: cadenas de papel, serpentinas, medallones dorados con el águila parada en el nopal, canastas y sarapes de colores al estilo Chano y Chon.

En octubre el mercado se equipa con todo lo necesario para la fiesta de día de muertos o de los Santos difuntos. A mediados del mes comienza el olor a incienso de copal y a flor de Cempazúchitl.

Las catrinas invaden los espacios, se apoderan de ellos y risueñas aparecen en donde pueden tomando las formas más creativas. Hay catrinas de cartón, de azúcar, de papel, de tela, de amaranto, de camote, de gomita, de piñata, gelatina de catrina; disfraz y hasta el disco con las mejores canciones de la condenada muerte.

No falta lo necesario para las ofrendas, el papel picado con motivos calavericos, los cráneos de azúcar con los nombres típicos en sus frentes. Hay galletas con azúcar fucsia, canastos enormes que resguardan el pan de muerto cubierto con ajonjolí, azúcar o sin nada. Algunos vendedores ofrecen dulce de calabaza y  camote en piloncillo.

Los esqueletos bailan al son de los “chiflones” que se cuelan por los pasillos. Lo tradicional se junta con lo moderno, con lo tecnológico. Algunos locales venden calacas que ríen frívolamente mientras prenden y apagan unas luces rojas que simulan un par de ojos en esas cavidades hondas de la muerte; algunas máscaras aluden a películas clásicas de terror como la desfigurada cara de Fredy Krueger, la acartonada y lisa de Jason y la escurrida nostálgica de Scream.

Hay nariz para brujas, escobas; capas para ser un verdadero Drácula, pintura verde para simular ser Frankenstein y medias rayadas para tener piernas de una auténtica Merlina amargada.

Los mercados se fusionan, pero aun así existe tradición; aun así, esta mezcla favorece la bondad del conocimiento mutuo, la aceptación y adaptación del vecino país del norte al nuestro. No adoptamos el Halloween, lo transfiguramos en algo nuestro. Gracias al mercado vemos a una calabaza llevando tequila y mezcal a una ofrenda puesta en un camposanto, en donde suena Madonna a lo lejos en una camioneta.

Y al final, diciembre. La romería sale a las calles para que el sol de invierno se refleje en las esferas de cristal. El aroma cambia; huele a pino, a árbol de montaña, a heno y musgo. Por la noche se observan las luces de colores prender y apagar al ritmo de un villancico. Se pueden encontrar centro de mesa navideños; juegos de baño, adornos de fieltro que simulan botas y rostros de Santa Claus. Coronas de adviento, reyes magos de barro pintado, nacimientos completos de todos los tamaños.

Se vende el ponche, el café de olla, el pastel navideño. La nostalgia del fin de año se adorna con sonrisas de vendedores que regalan calendarios a sus clientes. Algunos conservan la tradición de obsequiar bolsas de lona con el nombre de sus pollerías, carnicerías y verdulerías, agradeciendo la constancia de su preferencia. El año se cierra pero el mercado permanece abierto durante los 365 días.

El verdadero mercado de valores

Al fin del último día del año, los comerciantes se despiden con un fraternal abrazo deseándose lo mejor, reconociéndose como una familia alterna en la que los lazos de unión se forjan día a día al compartir el mismo espacio, al apoyarse y echarse la mano mutuamente; desde “echarle el ojito” al local en lo que se va a un mandado; al ayudarse diariamente a subir la pesada cortina de fierro que protegen los locales de la parte exterior, hasta compartir el pedazo de bolillo para el susto ante alguna calamidad digna de espanto.

Los que se fueron


Algunos locatarios están desde niños aquí junto a sus padres, se han mantenido trabajando veinte, treinta, cuarenta años o más. Otros, no gustaron del oficio y decidieron estudiar para salir del ambiente del mercado. Algunos comerciantes ya no están; nacieron, crecieron y murieron ejerciendo el oficio dignamente.

La gran familia va cambiando. Llegan nuevas generaciones que crecen en estos pasillos y otros se van dejando el recuerdo de lo que compartieron: sus modos, costumbres, hábitos. Cuando alguien muere, se hace una “coperacha” para mandar flores al velorio o apoyar con algo de pan o café. Es raro, pero los primeros días en que ya se siente esa falta, queda el halo de lo que era esa persona en su puesto. Pasar por ahí en donde estaba, es un espacio que llena el recuerdo de aquel ser.

Ya no está Don Martín juntando las cubetas de plástico que prestaba a los lava coches para que trabajaran. Ya se fue Doña Victoria quien daba el taquito de arroz y frijoles a los niños que trabajaban canasteando o cargando las bolsas a las “señitos. Toñita del local 27 nos dejó también. El banco de madera enorme en donde tejía ya no rechina al vaivén de sus agujas.

No hay quien reparta los dulces como “Doña Achu”: quien extendía sus manos flacas y frías ofreciendo Acuarios para endulzar el camino a los niños que pasaban por ahí rumbo a sus puestos. No se escucha más el chiflido de boleros de “El chato” mientras armaba su mesa con cajas de videocasete. Ya no está Bety, la incansable socializadora del mercado, yendo y viniendo, colaborando, organizando y riendo con las ganas de quien trabaja con gusto para el bien del otro.

Este espacio es pues también un homenaje para aquellos que faltaron por nombrar y que hicieron del oficio de comerciante un gusto compartido. Es un tributo para aquellos que dejaron su vida en estos lugares y de quienes poco se menciona la labor importante que realizaron al servicio del cliente.

Para que se queden

Gracias por la dedicación y la entrega. Queda seguir manteniendo vivos estos espacios de cultura popular para que sigan mostrando lo que somos como mexicanos.

México está en sus mercados”, dijo Pablo Neruda y es muy cierto. Aquí está el trabajo diario y la muestra tangible de la prosperidad para el que le “echa ganas”. Aquí se encuentra vivo lo que parecía había desaparecido: lo popular, el color, el grito, el abrazo de palmada fuerte en la espalda; el niño tapado por el reboso; aquí está presente la habilidad del artesano que talla la madera, del que suavemente ejecuta el arte del modelado del barro, del que con paciencia moldea con periodico y engrudo la piñata tradicional.


Aquí se puede encontrar la habilidad del hombre y la mujer para negociar pacificamente. Aquí está el buen chisme, el exquisito bocado. Aquí está la representación de la tierra en su abundancia con las frutas y verduras frescas; la belleza de su despertar con la flores y sus diferentes variedades. Aquí está el chile y la tortilla. El llanto y la alegria. Lo dicharachero y el sabor de lo jocoso. Aquí está la crema con veneno de víbora para los calambres. Aquí se escucha a la marimba y los viejos tienen un lugar para bailar. Aquí está el sabor. ¡Llévelo! ¡Llévelo! Y no olvide que sólo aquí permanece viva la memoria de lo mexicano.




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