Mercados públicos; memoria de
cultura popular que debe permanecer
Crecí en un mercado.
Recuerdo colores, los de las frutas, los de las verduras, los de los
mandiles, los de las piñatas y los trompos, los de las pelotas y los vestidos
de chifón colgados ondeándose al ritmo del
viento. Recuerdo los olores, los de la colorida sandía abierta, los del jugo de
naranja a cinco pesos el vaso (en aquel entonces), el olor de la jícama con
chile que despertaba las glándulas gustativas ante el recuerdo de lo ácido; el
de la piña partida a la mitad, el
olor a caldo de pescado que llegaba desde el puesto de la esquina, y no podía
faltar por la mañana el seductor aroma del capuccino caliente con canela.
Recuerdo los sonidos. Los silbatos de los afiladores, los gritos para
atraer a los marchantes, las voces de los “viene viene” “echando aguas” y el de su franela
chocar con el pavimento para quitar los restos del agua y secar bien los autos
que se estacionaban esperando para transportar el mandado. Recuerdo el sonido
de las cortinas de metal subiendo para descubrir un espacio lleno de mercancía
desacomodada. Recuerdo las ollas chocar con los lavaderos de las cocinas al
momento de ser enjuagadas.
Recuerdo las novedades que traíamos los niños que convivíamos ahí: el
collar con forma de gallo que hacía ruidos y prendía; la boli goma que era
aguada pero al hacerla bolita, botaba; los yoyos y después los trompos con luz;
los tazos y los porta tazos y las pirinolas iluminadas, las
pelotas con olor a chicle, los zapatos de goma y los pantalones de tela de
agua.
Recuerdo la música: los grupos de huapangueros, marimbas, trovadores,
mariachis, sonidos versátiles. El Albur del “ñero”, la palabra altisonante de
don amarguras, la palabra amable de la madre, la onomatopeya dulce del bebé, la
risa desorbitada de los adolescentes ante el resbalón de su compañero y la
calma del anciano que acomoda su fruta como si fuera a quedar la eternidad
plasmada en su acomodo. Recuerdo a los niños corriendo por los pasillos,
riendo, gritando y otro pasaba llorando porque su mamá no le ha dado para un
tamal de dulce.
Por las mañanas sonaba la variedad musical a todo lo que daba la
grabadora. Otros sonidos cotidianos eran los del choque de las cajas de cartón,
las de los huacales, los costales con verduras y frutas contra el piso que
afuera descargaban de las camionetas. Los rechinidos de las “llantitas” de los
diablitos y los chiflidos abriéndose paso entre los pasillos.
La cumbia del puesto de la esquina estaba a todo lo que da su bocina sonando
aquello de “Carmen me perdió la cadenita, que tú me regalaste, Carmen, que tú me regalaste...” mientras que enfrente
suena un clásico de los setentas exclamando: “No estoy triste, no es mi
llanto, es el humo del cigarrillo el que me hace llorar”. Así, iba uno recogiendo diferentes sentires y
varios de los que acomodan su mercancía meneaban el cuerpo apropiándose del
ritmo que más cercano les llegaba.
Lo que ofrecen los mercados
Mercados como el de San Ángel,
Coyoacán, San Cosme, San Juan, La Merced, Xochimilco, Cuauhtémoc, Jamaica,
Azcapotzalco, Abelardo L. Rodríguez, Mixcoac, San Pedro de los Pinos o el
mercado de La Lagunilla son de los más visitados no sólo por la gente que habita en su cercanía, sino
porque son referentes por su variedad de productos de origen mexicano y la diversidad
de objetos que ofrecen además de la comida y las curiosidades que invitan a “chacharear”.
La ciudad alberga en sus calles 312 mercados públicos más o menos. Hoy en día atienden una demanda
de productos alimenticios básicos del 22% de la población total de la Ciudad de
México, lo que significa que ha disminuido su papel principal de abastecedor,
pues durante su edificación, por ahí de los años 50 y 60, cubrían las
necesidades del 90% de los habitantes de esa época.
Muchas cosas han cambiado. Hoy en día ya no se construyen este tipo de
edificios de distribución. Los hay más modernos, más de estos tiempos con productos orgánicos y diseño
mexicano. Es muy bueno que cada tiempo desarrolle sus manifestaciones y
seguramente años después, serán
éstos
los que nos lleven a comprender el tiempo, la historia, las costumbres y
manifestaciones de la época actual. Sin embargo, aún se debe hacer algo más
para aprovechar la oportunidad que nos dan los mercados como centros no sólo de
abastecimiento, sino como espacios de manifestación y exhibición de la cultura popular.
Pocos son los lugares que nos recuerdan nuestra cotidianidad, la vida
sencilla de lo rural, el goce con lo popular, la variedad de las costumbres. Los
mercados cumplen con esta misión: son museos populares de cotidianidad que
cambia según la época del año, las fiestas calendáricas, incluso marcan tendencia respecto a la
moda de la calle como la moda de “piojos”, que eran broches de
plástico de colores con formas de bichos que las niñas llevaban por todo el
cabello; hubo moda de chupones que se usaban en collares, los había de cristal,
plástico; hubo “chinitos” de madera con
diferentes colores que cumplían deseos y debían amarrarse en la muñeca, si se caía, tu deseo estaba por
cumplirse. Las pulseras Gummies, las donas para el cabello, los lentes de sol,
gorras de equipos de futbol, las palestinas. En fin, hubo muchos artículos que
sólo salieron de los mercados.
El oficio de vendedor
Vender en un mercado es un oficio que se desempeña los siete días de
la semana, más de ocho horas al día y no hay descansos de fin de semana. Cuando
los demás descansan y salen a pasear, es cuando un mercado tiene sus mejores
ventas. Los domingos es cuando más gente anda por los locales. Cuando más
extranjeros atienden a su curiosidad y exploran lo típico que se puede
encontrar en estos lugares. La experiencia de venta en un mercado es de persona
a persona, de frente y con la particularidad de conseguir un descuento si se le
regatea al vendedor.
El marchante es amable; brinda atención personalizada. Aunque cada vez
menos se escucha el “pásele güerita”, “pásele, pásele marchanta ¿qué le damos?” “Se lo puede probar”, o el “¿Qué le damos clienta?” “Sí hay, sí hay...y bien”, “pregunte sin compromiso güerita”. Un poco más moderno es el “le muestro lo que guste”.
Además, es necesario mencionar los letreros que se leen sobre los puestos de
frutas y que despiertan una tenue sonrisa, como por ejemplo: “Yo le vendo a
mamá Lucha” o “!Ay guey! !Qué barato!”, “Calidad perrona”.
Pasar por una zona de comida invita al “tenemos lugares” o el
despliegue del menú como en la lotería a una velocidad impresionante: “tenemos
chilaquiles, pancita, cecina, carnitas ¿qué le servimos patrón?”. Cada vendedor con su estilo y a su forma, como lo
aprendió de sus padres que le heredaron el oficio, o como le nace de manera
natural al tener contacto con el cliente. Hay marchantes gritones, como aquel grito
profundo, hondo y a todo pulmón del “lleeeeeve mameyes andeleeeeee” que estremecía la calma de la mañana pero
despertaba el letargo de la tarde.
Muchos locatarios han entregado su vida a este oficio. Muchos pensarán
que es su trabajo, pero hay algo más: es una entrega, es un compartir con el
otro en un momento en que el contacto humano es fundamental, pues hay
intercambio entre dos seres que se ponen de acuerdo para un fin comercial.
Este intercambio comercial no es lo frío de una plaza, no es lo
moderno de los nuevos mercados hípsters, no es la marca, ni los escaparates. Lo
que da un valor a esta experiencia de compra es la cercanía con lo humano y su
capacidad convivencia con el extraño. La negociación y la paciencia del
vendedor ante la enchinchada, la regateada y a veces, la indecisión.
De letra me como un taco
El mejor lugar para conocer sobre comida típica es el mercado. En sus
cocinas se exponen las enormes ollas de barro llenas hasta el borde de
guisados, las salsas sueltan sus aromas a guajillo y a jitomate; los molcajetes
gigantes están repletos hasta el “tope” de salsa verde con
tomate, roja con jitomate y borracha con su chorrito de pulque; a su lado se
encuentran los moles: el de pepita y el rojo con chocolate. El arroz ya está
listo también en sus dos modalidades: rojo y blanco, porque el amarillo de
paella, sólo se prepara los domingos. Los frijoles básicos en toda comida
corrida son movidos con una “cucharota” de madera y los meseros no paran de
limpiar las mesas cubiertas por coloridos manteles.
En las esquinas del mercado, se pueden encontrar otros antojitos. Al
calor del comal se puede observar cómo la masa dora la gordita de chicharrón,
la de requesón, la de frijol; el tlacoyo o la quesadilla tampoco pueden faltar
con su queso fresco y los nopalitos encima adornando aún más lo azul de la masa. El esquite, el pan, el
tamal, toda la gama de productos que salen del elote pueden conseguirse también.
¡Ah los puestos de tacos! Hay puestos de tacos de cecina, normal y
enchilada con cebolla, chile habanero y pepinos. Los tacos de carnitas con su
exquisita variedad: maciza, cuerito, cachete, surtida, todos con la posibilidad
de acompañarse con un trozo de chicharrón, pápalo, nopales y frijoles. No faltan los clásicos puestos de tacos de
bistec, ni los de huarache; los tacos de chorizo con queso, de buche, de tripa,
de nana o los taquitos de guisado con su doble tortilla para llenar bien la
panza.
También se encuentran los puestos de frutas preparadas que escurren miel y
chantillí; ahí también se pueden comprar ensaladas que se desparraman de los
platos por la abundante variedad de verduras que incluyen o se puede deleitar
el paladar con yogurt preparado. Al lado está el local de conservas, la señora
vende por “medida” (generalmente es un
botecito) las habas, los quelites, los acociles, los aguacates de cáscara
blanda, los nopales en escabeche flotando en una baba transparente y el
requesón blanco y de apariencia esponjosa.
Después de la comida no paramos. Hay que buscar un postrecito y varios
locales venden desde el dulce más simple hasta el más complicado. Hay colgados en
un tendedero improvisado sobres de miguelito en polvo. Exhibidores de plástico
muestran la tutsi o la paleta de cereza con su raya de menta blanca. Por otro
lado, si se busca algo más complejo, está la opción del delicioso sabor a
vainilla del flan napolitano hecho aún en los envases de aluminio. La tapioca y
el arroz con leche destacan con su espeso blanco; la gelatina con rompope
despabila el antojo y el buñuelo que se estira en el aceite nos hace babear
ante el recuerdo crujiente de su sabor.
Hay variedad de pasteles: el de tres leches sobre el plato blanco y
redondo escurre su miel lechosa insinuando su húmedo y delicioso sabor. El de
mil hojas que en una mordida cruje en un conjunto en donde el mil se transforma
en una experiencia aún más grande que el número
de sus hojas.
Hay para todos los gustos. Si lo que se busca es llevarle al pariente
un dulce recuerdo, también se pueden conseguir algunos dulces típicos como
cocadas amarillas, blancas, rosas, verdes; cuadradas, redondas, rectangulares.
Brillantes muéganos asoman su múltiple dentadura. Hay alegrías en todas sus
gamas de sabores. Hay camotes, palanquetas, merengues “rositas” o frutas cristalizadas
que reflejan la mirada corrompida del marchante que cede ante el deseo de ese
dulce.
Mercado según sus temporadas
Los mercados se visten de acuerdo a la temporada. En enero hay roscas
de reyes, juguetes típicos; aunque ahora por las tendencias y la mercadotecnia
predominan los juguetes importados. Sin embargo, es el único espacio en el que
se pueden conseguir los juegos de té de plástico con sus elegantes tazas a la manera
antigua; los balones de hexágonos blancos y negros, los caballos con cabeza de
trapo estampado; los yoyos y trompos de madera con el pintado tradicional de
colores que giran hasta hacerse uno; la muñeca de trapo, los carritos de
madera; las tablitas atadas con listones que van chocando entre sí cuando se
despliegan, la lotería, la matraca; el balero, los juegos de “matatena” y para acompañar
cualquiera de estos juguetes, el mercado es el único lugar en donde se pueden
conseguir las bolsas de celofán con dulces típicos como colación, chicharos y
galletas de animalitos.
En febrero se mantiene la costumbre de vestir al niño Dios y el
mercado es la boutique más surtida. Los locales ofrecen todos los tipos de
atuendos. Se viste al niño de San Charbel, San Juditas, Sagrado corazón; se
visten para su primera comunión y también se visten del América, del Cruz Azul
o de la Selección Nacional según sea la temporada
futbolera que esté cercana.
También por ser el mes del amor se asoman en algunos puestos las paletas de
corazones de chocolate, de caramelo y de malvavisco con chococrispis; las
gomitas con sus cubiertas azucaradas despiertan el antojo acomodadas en esos
canastos adornados con moños; los globos en los que se leen mensajes de amor y
amistad y los osos de peluche ya no tan recurridos, se exhiben en gran cantidad
y variedad para complacer a aquellos amantes a la antigua.
La primavera florece en el mercado y las flores de papel destacan en
las estructuras metálicas de los locales; se venden tiras de claveles hechos
con papel de china o papel crepé; hay coronas de hojas artificiales para las
hadas; disfraces de animales como abeja, mariposa, conejo, pollo, oso, león. Se
pintan caritas para completar los disfraces y se adornan triciclos y bicicletas
para el desfile de primavera.
En abril hay disfraces de superhéroes, chipotes chillones, dulces y
juguetes para complacer al niño. En mayo suéteres, blusas, conjuntos para las
mamás que buscan comodidad, sencillez, complacencia, calidad y buen precio.
En septiembre los mercados son verdes, blancos y rojos. La bandera
nacional se expone en los locales, se vende, se repara, se lava. Los moños
enormes de colores se venden por montones y los bigotes son productos de
primera necesidad en esas fechas. También hay otros objetos para adornar la
fiesta de celebración de la Independencia de México: cadenas de papel,
serpentinas, medallones dorados con el águila parada en el nopal, canastas y
sarapes de colores al estilo Chano y Chon.
En octubre el mercado se equipa con todo lo necesario para la fiesta
de día de muertos o de los Santos difuntos. A mediados del mes comienza el olor
a incienso de copal y a flor de Cempazúchitl.
Las catrinas invaden los espacios, se apoderan de ellos y risueñas
aparecen en donde pueden tomando las formas más creativas. Hay catrinas de
cartón, de azúcar, de papel, de tela, de amaranto, de camote,
de gomita, de piñata, gelatina de catrina; disfraz y hasta el disco con las mejores
canciones de la condenada muerte.
No falta lo necesario para las ofrendas, el papel picado con motivos
calavericos, los cráneos de azúcar con los nombres típicos en sus frentes. Hay
galletas con azúcar fucsia, canastos enormes que resguardan el pan de muerto
cubierto con ajonjolí, azúcar o sin nada.
Algunos vendedores ofrecen dulce de calabaza y
camote en piloncillo.
Los esqueletos bailan al son de los “chiflones” que se cuelan por los
pasillos. Lo tradicional se junta con lo moderno, con lo tecnológico. Algunos
locales venden calacas que ríen
frívolamente mientras prenden y apagan unas luces rojas que simulan un
par de ojos en esas cavidades hondas de la muerte; algunas máscaras aluden a
películas clásicas de terror como la desfigurada cara de Fredy Krueger,
la acartonada y lisa de Jason y la escurrida nostálgica de Scream.
Hay nariz para brujas, escobas; capas para ser un verdadero Drácula,
pintura verde para simular ser Frankenstein y medias rayadas para tener piernas
de una auténtica Merlina
amargada.
Los mercados se fusionan, pero aun así existe tradición; aun así, esta
mezcla favorece la bondad del conocimiento mutuo, la aceptación y adaptación del vecino país del norte al
nuestro. No adoptamos el Halloween, lo transfiguramos en algo nuestro. Gracias
al mercado vemos a una calabaza llevando tequila y mezcal a una ofrenda puesta
en un camposanto, en donde suena Madonna a lo lejos en una camioneta.
Y al final, diciembre. La romería sale a las calles para que el sol de
invierno se refleje en las esferas de cristal. El aroma cambia; huele a pino, a
árbol de montaña, a heno y musgo. Por la noche se observan las luces de colores
prender y apagar al ritmo de un villancico. Se pueden encontrar centro de mesa
navideños; juegos de baño, adornos de fieltro que simulan botas y rostros de
Santa Claus. Coronas de adviento, reyes magos de barro pintado, nacimientos
completos de todos los tamaños.
Se vende el ponche, el café de olla, el pastel navideño. La nostalgia del fin de año se adorna con
sonrisas de vendedores que regalan calendarios a sus clientes. Algunos
conservan la tradición de obsequiar bolsas de lona con el nombre de sus pollerías, carnicerías y verdulerías,
agradeciendo la constancia de su preferencia. El año se cierra pero el mercado
permanece abierto durante los 365 días.
El verdadero mercado
de valores
Al fin del último día del año, los comerciantes se despiden con un fraternal abrazo deseándose lo
mejor, reconociéndose como una familia alterna en la que los lazos de unión se forjan día a día al compartir el mismo espacio, al apoyarse
y echarse la mano mutuamente; desde “echarle el ojito” al local en lo que se va
a un mandado; al ayudarse diariamente a subir la pesada cortina de fierro que
protegen los locales de la parte exterior, hasta compartir el pedazo de bolillo
para el susto ante alguna calamidad digna de espanto.
Los que se fueron
Algunos locatarios están desde niños aquí junto a sus padres, se han mantenido
trabajando veinte, treinta, cuarenta años o más. Otros, no gustaron del oficio y decidieron estudiar para salir del
ambiente del mercado. Algunos comerciantes ya no están; nacieron, crecieron y murieron ejerciendo el
oficio dignamente.
La gran familia va cambiando. Llegan nuevas generaciones que crecen en
estos pasillos y otros se van dejando el recuerdo de lo que compartieron: sus
modos, costumbres, hábitos. Cuando alguien muere, se hace una “coperacha” para mandar flores al
velorio o apoyar con algo de pan o café. Es raro, pero los primeros días en que
ya se siente esa falta, queda el halo de lo que era esa persona en su puesto.
Pasar por ahí en donde estaba, es un espacio que llena el recuerdo de aquel
ser.
Ya no está Don Martín juntando las cubetas
de plástico que prestaba a los lava coches para que trabajaran. Ya se fue Doña
Victoria quien daba el taquito de arroz y frijoles a los niños que trabajaban
canasteando o cargando las bolsas a las “señitos”. Toñita del local 27 nos dejó también. El banco
de madera enorme en donde tejía ya no rechina al vaivén de sus agujas.
No hay quien reparta los dulces como “Doña
Achu”: quien extendía sus manos flacas y frías ofreciendo Acuarios
para endulzar el camino a los niños que pasaban por ahí rumbo a sus puestos. No
se escucha más el chiflido de boleros de “El chato” mientras armaba su mesa con
cajas de videocasete. Ya no está Bety, la incansable socializadora del mercado,
yendo y viniendo, colaborando, organizando y riendo con las ganas de quien trabaja
con gusto para el bien del otro.
Este espacio es pues también un homenaje para aquellos que faltaron
por nombrar y que hicieron del oficio de comerciante un gusto compartido. Es un
tributo para aquellos que dejaron su vida en estos lugares y de quienes poco se
menciona la labor importante que realizaron al servicio del cliente.
Para que se queden
Gracias por la dedicación y la entrega. Queda seguir manteniendo vivos
estos espacios de cultura popular para que sigan mostrando lo que somos como
mexicanos.
“México está en sus mercados”, dijo Pablo Neruda y es muy cierto. Aquí está el
trabajo diario y la muestra tangible de la prosperidad para el que le “echa
ganas”. Aquí se encuentra vivo lo que parecía había desaparecido: lo popular,
el color, el grito, el abrazo de palmada fuerte en la espalda; el niño tapado
por el reboso; aquí está presente la habilidad del artesano que talla la
madera, del que suavemente ejecuta el arte del modelado del barro, del que con
paciencia moldea con periodico y engrudo la piñata tradicional.
Aquí se puede
encontrar la habilidad del hombre y la mujer para negociar pacificamente. Aquí
está el buen chisme, el exquisito bocado. Aquí está la representación de la
tierra en su abundancia con las frutas y verduras frescas; la belleza de su
despertar con la flores y sus diferentes variedades. Aquí está el chile y la
tortilla. El llanto y la alegria. Lo dicharachero y el sabor de lo jocoso. Aquí
está la crema con veneno de víbora para los calambres. Aquí se escucha a la
marimba y los viejos tienen un lugar para bailar. Aquí está el sabor. ¡Llévelo!
¡Llévelo! Y no olvide que sólo aquí permanece viva la memoria de lo mexicano.